Contaba un predicador que cuando era niño, su carácter impulsivo lo hacía estallar en cólera a la menor provocación. Luego de que sucedía casi siempre se sentía avergonzado y batallaba para pedir disculpas a quien había ofendido.
Un día su maestro que le vio dando justificaciones después de una explosión de ira a uno de sus compañeros de clase, lo llevó al salón, le entregó una hoja de papel lisa y le dijo:
Arruga la hoja. El muchacho, no sin cierta sorpresa, obedeció e hizo con el papel una pequeña bolita.
Ahora, volvió a decirle el maestro, déjalo como estaba antes. Por supuesto no podía dejarlo como había estado, por más que trataba, el papel siempre permanecía lleno de pliegues y arrugas.
Entonces, el maestro le dijo: El corazón de las personas es como ese papel, la huella que dejas con tu ofensa, será tan difícil de borrar como esas arrugas y esos pliegues.
Así, aprendió a ser más comprensivo y más paciente, recordando cuando está a punto de estallar, que la marca que dejará en el corazón de las personas, siempre estará ahí.